Subject: [nettime-lat] Compás de Espera
Date: Mon, 24 Sep 2001 00:54:43 +0200
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Compás de Espera

Raúl A. Wiener
 

El mundo está en suspenso. Como si la cadena de atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos hubiera marcado el cierre de una época y la guerra, aparentemente inexorable, que el gobierno del segundo Bush se propone iniciar en cuestión de días u horas fuese a representar el comienzo de un nuevo tiempo al que todos temen y frente al cual nadie es capaz de imaginar otra cosa que esperar. La sola denominación de la campaña que los norteamericanos están organizando: “justicia infinita”, parece un aviso de que lo que vamos a ver no será una acción limitada para destruir algunos blancos, sino una intervención sin límites que pueda convencer a la opinión pública occidental de que los reales o potenciales focos de terror han sido final y definitivamente controlados en sus lugares de origen. Si eso es, como algunos piensan, materialmente imposible, entonces la palabra “infinita” va a resultar absolutamente premonitoria.

Los Estados Unidos aprendieron la lección de Viet Nam de una manera diferente al resto del mundo. Ellos no vieron el error de la intervención, sino el de dejarse matar por un pueblo pobre y atrasado por una aparente razón ideológica: detener el comunismo; desatando una tremenda resistencia interna a la continuación de un sacrificio que cada día perdía más justificación. La consecuencia de este balance fueron políticas de orientación de opinión pública apuntadas a dotar de un matiz moral y humanitario a la intervención (el rescate de Kuwait invadido y sobre todo del petróleo secuestrado; expulsión de los servios del Kosovo y sobre todo imposición de un gobierno prooccidental en Yugoslavia); políticas de alianza para compartir la responsabilidad del esfuerzo bélico y sobre todo la carga política de la intervención; y finalmente, lo fundamental, tecnologías para minimizar las bajas militares al punto de haber librado la guerra de los Balcanes del año 2000 sin sufrir una sola baja, es decir con el beneplácito de un público televidente al que mayormente no le alarmaron la destrucción y la muerte que sembraron las bombas “inteligentes” lanzadas por sus aviadores sobre las poblaciones civiles de Yugoslavia.

Al inicio del nuevo siglo podía decirse que carecía de todo sentido desafiar a una superpotencia dotada de las mejores razones para dominar el mundo, rodeada de aliados incondicionales, que antes que nada hacen el cálculo de inversiones y créditos que dejarían de percibir si no acompañan las causas justas del águila del norte, y premunida de un armamento ofensivo-defensivo que hacía invulnerables a sus soldados. Las bravatas de Hussein y Milosevic, tipo “la madre de todas las batallas” y “aquí resistimos”, sonaban huecas ante la arrogancia restablecida de la Casa Blanca. Pero cuando el fantasma de Viet Nam ya estaba definitivamente enterrado y Norteamérica había recuperado totalmente su autoconfianza y la seguridad de representar una hegemonía duradera, ocurren de pronto los brutales e inconcebibles atentados del 11 de septiembre. ¿Y esto que tiene que ver con todo lo que el imperio había analizado y organizado en el curso de los últimos treinta años?. Obviamente alguien sacó la conclusión de que si no se puede dañar al ejército invencible, lo que quedaría por hacer es atacar sus blancos civiles y sus símbolos políticos aprovechando  precisamente el estado de soberbia de vencedor que envolvía a las autoridades y a la población de los Estados Unidos.

Un acto indudablemente provocador que pretende llevar a los yanquis a una nueva forma de guerra en la que de por medio ya no está la afirmación de dominio del más grande y con mejores armas, sino la recuperación de la credibilidad hacia los hombres de la Casa Blanca, el Congreso y el Pentágono como capaces de darle seguridad a la más enorme sociedad de consumo sobre la tierra. Bush está yendo a una guerra a la que ha sido invitado. Y la define en dramáticos términos porque sabe que ni aún prendiendo a Bin Laden o arrasando sus campamentos, será de todos modos muy difícil que la gente se convenza que la amenaza ha terminado. Se me ocurre que está por comenzar una intervención en cadena. Una especie de dominó al revés en el que a cada pieza tomada sobreviene la necesidad de alcanzar otra. Pero Estados Unidos y Occidente ni siquiera están en condiciones de definir que es “terrorismo” porque en ese concepto han englobado demasiados temas. Ya se ve como ahora fundamentalismo es igual a árabe, y por extensión musulmán. Gobiernos que apoyan el terror a adversarios de Estados Unidos. Nacionalistas y antimperialistas de todo el mundo a pilotos suicidas en Norteamérica. Arafat a Bin Laden (declaraciones de Sharon). Es decir un río revuelto donde cualquier cosa puede pasar.

Estados Unidos está a punto de sacar nuevamente lecciones.
Me temo que no las justas: que este es un mundo realmente intolerable por la polaridad brutal entre ricos y pobres, poderosos y débiles; que el fin del terror depende de que los pueblos puedan hallar soluciones a cuestiones vitales de existencia y no sean empujados a un callejón sin salida (Palestina), que justifique las repuestas más desesperadas; que la riqueza debe ser mejor distribuida y no invertida en armas cada vez más caras y sofisticadas cuyo propósito es mantener las desigualdades que dividen el mundo; que el programa neoliberal que Estados Unidos y Occidente promueven para todos los países ya no funciona y que así como los yanquis pueden salvar su aviación comercial, el turismo y las industrias de consumo con una intervención estatal extraordinaria en la emergencia, ¿por qué no podíamos o deberíamos hacerlo las naciones que vivimos e la emergencia permanente de la miseria?. Pero no. No es por allí donde están caminando las cosas. Otra vez se impone la simplificación que reduce la realidad a una sola idea: para evitar más ataques a Estados Unidos, trasladar el ataque al resto del mundo. Es decir a las naciones pobres.

Y además prometen que eso será infinito.